La cena está servida
—Te va a encantar la sopa.
Él observa el plato: puede apreciar cómo delgadas líneas de humo se elevan desde aquellos trozos, grandes y bien cocidos, de papa en generosas porciones. Una de las pocas verduras que aprecia. También encuentra gruesas rodajas de zanahoria con una tonalidad y textura que le indican que están en el punto preciso: ya hervidas pero aún crujientes. Justo como a él le gustan. Tiras de cebolla, trocitos de poro, laminitas de espinaca y rebanadas de champiñón pasados por mantequilla… no los ha probado, desde luego, pero con el tiempo, había aprendido la diferencia entre la textura de una seta hervida y aquella rugosa y doradita capa que obtenían al freírse en la manteca y esos champiñones, sin duda, habían pasado al fuego lento y a la mantequilla. Le apetecían cuál manjar. En realidad todo, sumergido en aquel espeso, rojizo y, que por alguna razón, se le antojaba como bien marinado caldo; le aseguraba el platillo como una delicia. Vegetales, sí, pero nunca le habían entusiasmado tanto las verduras, aquello se veía delicioso… y olía ¡aún mejor! Toma la cuchara con emoción. ¡Realmente delicioso! Está ansioso por llevarlo a su boca, saborearlo. Seguro está en su punto de sal y pimienta, siempre lo está cuando cocina su esposa, su esposa que está sonriendo, satisfecha. Él suelta la cuchara.
—¿Otra vez verduras? —espeta con desdén—. ¿Qué somos?, ¿un hospital? —agrega mofándose—. ¿No hay comida de verdad, mujer?
La sonrisa se esfuma de aquel rostro. Un momento atrás, orgullo y satisfacción adornaban esos bellos ojos que contemplaban a su marido hipnotizado por el platillo. Era una receta difícil, pero ella lo había conseguido, sabía que sí, cada paso, cada ingrediente, todo al pie de la letra, “si tan sólo la probara” piensa con la melancolía que le ha acompañado todos los días estos últimos años. Ahora vuelve a bajar la vista, suspirando.
¿Ésto comerá el niño? —cuestiona su marido volviendo los ojos al pequeño. Su gran orgullo, la sangre de su sangre, igualito a él y casi nada a su madre. El niño observaba sin ánimos su propio plato— ¿Cómo esperas que crezca grande y fuerte como su padre comiendo eso?, ¿Dónde está la carne, mujer?
“Querrás decir grande y barrigón”, piensa ella observando a su hijo, “o tal vez, más grande y más barrigón” corrige al notar el evidente sobrepeso que desarrolla ya. Suspira de nuevo mientras acaricia el cabello del niño— Vamos cariño, pruébala, te va a gustar.
¡No! —se niega enérgico el malcriado chiquillo— ¡Quiero carne, cómo papá!
El hombre suelta una risotada, que a ella le cae como agua fría al bañarse en invierno: incómoda y molesta por decir lo menos.
—¡Ese es mi pequeño! —agrega su pareja, riéndose. Más agua fría…
Ella suspira de nuevo y se levanta resignada a buscar algo más a la cocina. No se ha rendido, sólo ha fracasado un día más. “Mañana lograré que la prueben, seguro que sí”, intentando darse ánimos. En el fondo sabe que no será así, pero el pensamiento le reconforta.
Regresa a la mesa y asienta un platón con jugosas chuletas en salsa de chabacano. Un segundo platillo que, tal vez, había preparado sabiendo que fallaría. No, no se permite pensar eso.
Su esposo e hijo se abalanzan sobre la carne. Ella, en cambio, prueba la sopa “deliciosa. Lo sabía”, medita con desaire.
El almuerzo transcurre como habitualmente, con exceso de palabras a bocas llenas y ausencia del decoro que ella siempre intentaba imponer.
—Y entonces todos comenzamos a reírnos de él —exclamó, divertido, el pequeño con una sonrisa que, además de burla, contenía restos de la comida que aún no tragaba.
—No hables con la boca llena, Jaimito —se apresuró en corregir su madre—, y no me parece correcto que te burles así de Carlitos, se supone que es tu compañero.
— ¡Bah! —expresó con desagrado, y aún sin pasar su bocado, Jaimito— qué va, mamá, yo no tengo la culpa de que sea tartartartatatamudo —exagerando su mofa tan enérgicamente que pedacitos salieron disparados junto con sus palabras.
Su padre soltó una carcajada mientras chocaba manos con su hijo— Tartatartatamudo —repite, también con la boca ocupada en alimentos que, por lo visto, no tiene prisa por pasar.
“De tal palo, tal astilla”— No está bien burlarse de los defectos de la gente…. ¡No lo alientes, Jaime! —dirigiendo un reproche a su marido aunque más que llamarle la atención, pareciera pedirle un favor. En su voz no había autoridad.
—Ya, ya, mujer. Sólo son cosas de niños —respondió Jaime, restándole importancia y luego, sacando algo de alguna parte bajo la mesa, se la extendió a su hijo diciendo— ¿Sabes qué llegó por el correo hoy?
Al niño se le ensancharon los ojos, abrió la boca con asombro y se apresuró en tomar el paquete que su padre le extendía.
—¿El juego?, ¿llegó nuestro juego papá?
“Nuestro”, no podía dejar de pensar en lo mucho que aquella palabra le hacía sentirse como una extraña. Ella también había participado en aquella compra. En realidad, ella había sido la de la idea. Pero no pudo evitar sentir que la dejaban fuera. No dijo nada, pero su sonrisa expresó amargura.
Jaimito, llevándose a los labios un último pedazo de carne, demasiado grande para su boca y, con todo el contenido aún adentro, agrega— ya subo a mi cuarto a estrenarlo —con emoción en los ojos.
—¿A dónde vas jovencito? —Demanda saber su madre y esta vez, había autoridad en su voz—, primero la tarea… ayúdame a levantar la mesa y después trae tus…
—¡Qué va!, la tarea puede esperar —interrumpe divertido, Jaime— Ve a jugar, ya resolverás eso después…¡ni que fuera tan importante!
—¡Jaime! —reclamó ella, pero sus esposo solo se rió y con un gesto alentó al niño.
Jaimito salió corriendo escaleras arriba. Su padre se llevó entonces otra chuleta a la boca directamente con la mano mientras se levantaba de la mesa.
—En ese caso, te toca ayudarme con los platos —comentó a su marido, sin muchas esperanzas.
Él no contestó, la chuleta era demasiado grande ésta vez, sólo hizo un ademán con la mano señalando que iba a ver televisión… lo único que hacía con constancia aquel hombre.
Ella suspiró una vez más, resignada… y aquel mal sabor de boca le acompañaría durante el aseo de la mesa y cocina.
“Seguro que mañana sí la probarán”, intenta convencerse mientras se ponía el mandil y se disponía a levantar la mesa. Sóla, como todos los días.
Jaime está aburrido, no encuentra qué ver en la televisión… en realidad rara vez encuentra algo que le interese. Suele cambiar de canal en canal, quejándose de todo o burlándose de los pobres idiotas a los que ridiculiza por una u otra razón.
Sus tardes transcurren así desde que el instituto le extendió la beca vitalicia de su padre a él y su familia. Renunció a un trabajo que de por sí odiaba, porqué hay pocas cosas en su vida que él no odiara, y decidió que era edad para jubilarse… aún cuando no había logrado nada con su vida. Todo era culpa de su mujer, claro; él estaba destinado a grandes cosas como su padre. Cierto que había abandonado los estudios para ser un investigador por no dar el ancho, ¿qué le podían enseñar a él sobre investigación, hijo del prestigiado Doctor Morfino a fin de cuentas?, él no necesitaba la universidad ni la carrera. No. Él iba a hacer cosas grandes si no hubiera sido por su mujer. Sí, eso se decía Jaime todos los días. No quería casarse y, de no haberlo hecho, seguramente estaría en este momento logrando algo importante para la ciencia, como su padre. Sí, con eso se engañaba a sí mismo, todos los días.
Cada tarde así, hundido en aquel sillón que ya ha tomado puntual nota de cada medida, de cada curva - y vaya que Jaime tenía curvas - del desparramado cuerpo del hombre que, como gota de agua sobre la piedra, con el paso de atardeceres, ha logrado un espacio perfectamente diseñado para que su enorme circunferencia se acople, cuál pieza de rompecabezas, fundiéndose en una simbiosis con aquel Sillón. Para formar un nuevo ente que no hace otra cosa más que respirar, quejarse y consumir televisión hasta embrutecerse en aquella vieja sala.
Cambia el canal. Un par de reporteros entrevistan a un hombre de edad avanzada, enfundado en un elegante pero anticuado saco de color verde olivo, a cuadros con finas líneas color arena. Del tipo que tienen parche en los codos. Con una camisa blanca, bien abotonada hasta el cuello y todo el conjunto coronado con una corbatita de moño en un rojo muy apagado. El estilo que suelen usan los profesores, el estilo que ·suelen usar los idiotas”, piensa Jaime, con gesto divertido.
Su atención pasa a la mujer que se encuentra a un lado. Están en un estudio y, por lo visto, el tipo es un invitado del noticiero. La joven es una rubia de hermosas facciones y muy atractivo cuerpo , “un verdadero bombón” le define Jaime con una sonrisa. Luego voltea al pasillo a sus espaldas, no puede ver la cocina desde ahí, claro, pues tras el sillón, el pasillo va hacía la izquierda, a la entrada principal y, hacía el otro extremo, termina en la puerta del comedor, pasando antes, por una puerta redondeada que da a la cocina, contigua al comedor, en dirección contráela a la sala; pero escucha a su mujer aún recogiendo y la sonrisa se esfuma.
Regresa al vista con enfado al televisor donde aquella bella mujer pareciera gastar pequeñas bromas a costa del científico, como si le restara importancia a lo que dice, “porque hay burlarse del pobre tonto”, piensa, maliciosamente, él.
En el noticiero se muestra una pleca indicando el nombre del sujeto y su título como investigador. Detrás de ellos, se observan algunas imágenes de referencia. Esos clips que los noticieros suelen poner en loop como fondo de las notas, tomas de lo que pareciera ser algo visto a través de un microscopio, algún virus o bacterias - un investigador lo sabría, Jaime no tiene ni idea -, las típicas imágenes que acompañan temas de biología en la tele, intercalada por secuencias con conejos o murciélagos, algo parecido a un ratón, los animales comunes de pruebas. También se mostraban las instalaciones de algún laboratorio, nada fuera de lo ordinario: largas planchas de metal a modo de mesas, herramientas y cristalería propias del oficio en múltiples gavetas en las paredes, un par de jaulas con animales voladores al fondo y un montón de gente poniendo atención al investigador. Era una clase, en la universidad de la ciudad: “Otro tonto investigador de colegio” piensa Jaime. Nada que ver con su padre, él sí era un investigador respetable, en ese entonces sí que eran relevantes. Estos tipos, “estos investigadores sólo de título”, en cambio, sólo sabían dar clase.
El investigador se ve muy nervioso, incómodo al responder las preguntas, “y cómo no lo estaría, él, un payaso como ese” piensa Jaime, ignorando por completo la entrevista, se concentra en aquel nervioso sujeto al momento que la cámara le hace un zoom: su redondeado rostro suda a gotas gordas, resaltado aún más, por las pantallas del fondo donde pasan imágenes con algo parecido a las orejas de un roedor volador, tomas del laboratorio en la universidad y más de esas secuencias a microscopio antes de abrir de nuevo la toma para mostrar a los 3 individuos “…y más si lo pones al lado de tremendo bombón” remata observando, como si quisiera comerse con los ojos a la rubia, como si de tanto concentrar la vista, fuera capaz de desvestir aquel entallado atuendo. “Sin duda un perdedor como ese estaría nervioso a su lado”.
—Esto es importante —afirmaba, enérgico, el investigador, perdiendo un poco la calma, asestando un golpe en la mesa e intentando ponerse de pie. El otro entrevistador, un hombre con unas cuantas canas y una sonrisa, encantadora, le invitaba a calmarse y seguir la entrevista, haciendo un par de gestos a la cámara con los que se mofaba del pobre tipo.
Jaime sacude la cabeza, en desaprobación, “pobre tonto”, conforme los reporteros no podían evitar sonreír, penosamente, ante el exaltado comportamiento de aquel hombre… “decrépito, anciano y tonto”, remataba él.
Cambia el canal. Otra vez, y una más…
— No hay razones para perder la calma, todo está bajo control, sólo es una medida preventiva —Decía un hombre de gallardo aspecto: enfundado en una elegante gabardina oscura, camisa de cuello perfecto y corbata bien anudada; parado en un podio al frente de lo que, aparentemente, era una gran conferencia de prensa—. Nuestra policía está haciendo un gran trabajo, no tenemos razón para pensar que se repetirá otro de estos brutales crímenes. Confío plenamente en el Sargento Perea —señalando hacia atrás, donde una larga fila de hombres uniformados se alineaban y de la que uno dio un paso al frente, alzando una mano, a modo de saludo, antes de volver a la fila.
Definitivamente, Jaime no era el tipo informado que él juraba ser, pero hasta él sabía quién era el hombre que seguía hablando en la conferencia y que ahora atendía las preguntas de la prensa. Sí, todos sabían quién era el sujeto por un reportaje reciente.
—Comisionado Limón, Soy Carlo, de Tv13, por favor, puede repetirnos los avances sobre el caso —decía uno de los reporteros, uno de los “paleros”, pensaba Jaime.
¿Dónde estaban los reporteros de verdad? Los que perseguían la noticia sin miedo. Los que, como él, no se tragarían patrañas y cortinas de humo. No, Jaime era un hombre ilustrado (o eso quería pensar), el sabía que todo esto del asesino nocturno y las masacres, no era más que un gran plan para que la gente dejara de hablar del verdadero asunto…
—Comisionado Limón, ¿Qué nos puede decir de las acusaciones que publicó nuestro compañero Mario hace unos días dónde lo exhiben recibiendo sobornos —Interrumpe otro reportero, “uno de los buenos, ¡eso!”, reconoce Jaime por la astucia del tipo.
El escándalo de los sobornos que involucraba a la empresa inglesa de químicos, principal patrocinador de la universidad local, y que había destapado el intrépido Mario de Lora hacia unos días. Inmediatamente todos los reporteros alzaron la mano y comenzaron, incluso, a lanzar preguntas sin esperar turno.
—Les repito, esta conferencia es únicamente, para tratar el caso de los Florencia. Ya he declarado respecto a las difamaciones, pero es importante que atendamos el caso de las masacres, por favor señores —era inútil, todos los reporteros peleaban, codo a codo, amontonándose, lo más cerca del podio que les permitía el equipo de seguridad del comisionado, para conseguir lo que, sin duda, sería el gran titular del siguiente día. “Muy bien, denle su merecido al puerco”, celebra Jaime al tiempo que uno de los hombres de seguridad, sube al escenario y se acerca al funcionario para decirle algo al oído.
Un ruido cercano distrae a Jaime. Es su mujer, ya sin mandil y con escoba en mano. Se dispone a limpiar la sala… como cada tarde mientras él ve la televisión “para molestarme”, recuerda con enfado, suelta un gruñido y regresa su atención a la conferencia. El comisionado está intentando decir algo entre aquel frenesí de preguntas y micrófonos alzados.
—Hemos decidido, por seguridad de todos, que se restringen las actividades, después de las 7 pm, únicamente aquellas personas que realmente tengan que salir de su hogar, por el contrario… ¡Por favor señores!, es importante que me escuchen… —no logra expresarse, la conferencia estalla en un griterío. Todos insisten con preguntas sobre los sobornos.
“Como si nos fueras a asustar, maldito corrupto”, remata, con desdén, Jaime. Todos los políticos son iguales. Él no se traga el engaño, sabe que el miedo sólo es un instrumento del gobierno para controlar a la gente, para distraerlos mientras roban a manos abiertas. El pueblo ignorante puede espantarse y tragarse todo aquel invento del caso de las masacres nocturnas que apantalló a todos cuatro días atrás pero él, un hombre informado, educado, hijo de un prestigioso investigador. No caerá en semejante tima.
—Comisionado, sólo responda, ¿Aceptó usted o no el dinero de la Fertilizadora para los certificados de importación?… Tenemos los videos de los cajones de tierra ingresando a las instalaciones hace seis noches y usted aparece en todos —Insiste un reportero que se ha colado en la barrera humana formada por el equipo de seguridad del servidor público y llegó hasta el podio. Los demás guardan silencio y dirigen los micrófonos al funcionario.
—Denle duro a ese puerco corrupto —deja escapar para sí, Jaime, al cambiar de canal.
—¿Quién era ese? —Pregunta su mujer, sin dejar de barrer.
Él se arrepiente inmediatamente de haber hablado. Lilia había sido una jovencita muy estudiosa en sus días. Pero nunca fue una persona informada, no conoce del mundo. Él siempre tiene que explicarle todo.
—No lo conoces —responde con desagrado y tajante, como dando por terminada la conversación.
—¿Estaba hablando del asesino nocturno? —Insiste ella, con buen ánimo.
—¡Patrañas!, no es más que humo para desviar la atención, mujer. Sólo son tonterías para que la gente como tú —“gente estúpida”, piensa— se espante y se olvide del caso de corrupción..
Ella ignora el comentario. Como si al hacerlo, le quitará la capacidad de herirla.
Jaime sigue cambiando de canal en canal. A lo lejos se escuchan algunas sirenas y ruido de personas. Él odia lo escandaloso que se ha vuelto el vecindario, “en épocas de mi padre estos eran genuinos suburbios, nada de este vulgar chusmerío se escuchaba por aquel entonces”, para él, todo era culpa de la universidad que había atraído a cientos de personas a la región, “nada mejor que una fábrica de idiotas con título para atraer idiotas”.
Finalmente llega a otro noticiero. Este programa le gusta, al menos el resumen deportivo, aunque todavía es temprano para eso. Cae la tarde, pero falta por lo menos una hora para el resumen del fútbol. Por ahora, aquel conductor que no soporta Jaime, “un pelele de la izquierda”, está criticando, como acostumbra, al gobernador de la oposición, candidato electo del partido Rojo Nacional, “el único partido en México, que sabe gobernar”, piensa, con orgullo, él, afiliado y defensor enérgico de esos colores.
—…el señor gobernador se contradice, dice que todos los ciudadanos están conformes con su gobierno. Acusa que sólo un puñado de reporteros somos los que le estamos dando batalla. Apoyado en su supuesto 55% de aprobación —haciendo un gesto con la mano libre de papeles, reforzando el supuesto. “Payaso”, piensa Jaime, conforme su mujer se acerca barriendo desde la derecha— …pero la realidad ya alcanzó al Rojo Nacional. La realidad ya alcanzó al señor Gobernador. Esta realidad es que la gente ya está harta, sr. Menendez. Harta de ver cómo la violencia crece en las calles y usted, usted señor Gobernador — dice con una sonrisa burlona y tono sarcástico el sujeto— …ahora no sólo no atrapa a los delincuentes. Ahora a su gobierno, se le pierden hasta los muertitos, ¡Hágame usted el favor! —rematando con una ceja alzada a modo de mofa. “Pedante el tipo” piensa de nuevo Jaime. —Vamos contigo, Julia, para que nos platiques más sobre el escándalo en palacio municipal y el reclamo de los familiares de los cuerpos extraviados anoche…
Jaime se distrae pues su mujer se cruza barriendo, y no le deja ver la escena del plantón en el zócalo municipal. Se molesta.
—La carne de burro no es transparente, mujer —espeta de mala gana— y la de ballena, menos —remata con enfado.
Ella se muerde el labio, apresura el paso y no contesta, nunca le contestaba. En realidad, Lilia no era una ballena. Sí, su silueta había visto mejores días, claro, pero aún hoy, y aún a su edad, conservaba un atractivo considerable. Rasgos todavía suaves y dulces; y una figura envidiable. Sin embargo, había subido por lo menos dos tallas desde sus días del colegio, y aunque era perfectamente normal, su marido bien podría haber subido diez tallas, Lilia siempre se había sentido orgullosa de su belleza y antaño figura esbelta. Jaime lo sabía muy bien, por eso siempre que podía, le aventaba ese golpe bajo. Aún cuando él fuera una persona mucho más adecuado para tan cruel analogía.
Una vez su mujer había pasado, sin responderle o reaccionar a su agresión, aunque en el fondo, él sabía que el insulto había calado y sonreía de oreja a oreja; regresó la vista al televisor pero la verdad, había perdido interés en la noticia y cambia nuevamente de canal hasta toparse con un partido de fútbol.
—Una cerveza mujer —gruñe todavía de mal modo.
—Por favor —sugiere, molesta, ella.
—Sí, sí, Por favor, bien fría —responde a desgano él.
Así transcurrió la tarde y el sol fue bajando.
Un par de horas y otro tanto de latas de cerveza más tarde, Jaime aún ve televisión. Sólo hizo una pausa para pararse en una ocasión al baño, al que entró sin importarle que su mujer lo estuviera aseando.
Lilia, en cambio, había terminado de barrer y, tras limpiar el baño, pasaba ahora el trapeador en la cocina.
Terminaba el partido de soccer. “Pésimo juego”, juzgó, Jaime, que ni siquiera disfrutaba el fútbol… o algún otro deporte, pero lo veía de cualquier modo. Sin levantarse de sillón, se asoma a la ventana, el atardecer ha pasado ya, ni rastro del sol… o de su mujer y él ya empezaba a tener hambre.
No le apetece la película que sigue al partido así que renueva la actividad favorita de sus tardes de televisión: cambiar sin parar de canal descubriendo que nada se le antoja, que nada le interesa y que nada es capaz de llenar aquél vacío en su miserable vida.
—Regresa por favor —suplica su mujer desde algún punto atrás del sillón.
Jaime accedió, no de buena gana, pero la curiosidad le hizo ceder y regresar el canal.
—¿Eso es lo que querías ver? —preguntó casi regañando. No recibió respuesta, no de parte de su mujer al menos, mas entendió enseguida por qué se lo había pedido.
Nuevamente se trataba de un reportaje de la televisora local y vaya que si era una noticia local. En la pantalla estaba uno de los viejos colegas de su padre, que vivía a sólo unas cuantas calles con su familia… o, mejor dicho, que habían vivido a unas cuantas calles.
— ¡No puede ser! —lamentó su mujer en una voz sorprendida —Pobre Ema y… ¡Por Dios!, ¡Los niños! —ésta vez llevándose las manos a la boca.
Aquel viejo y maltratado sillón, se tambaleó como gelatina, cuando Lilia se sienta junto a Jaime.
—No fue sino hasta el medio día de hoy, que una empleada doméstica encontró los cuerpos sin vida de dos adultos y dos menores, en la residencia del fraccionamiento Verde Costa. En un momento tan difícil para la ciudad, esta ha sido una noticia devastadora… —Informaba, con un tono serio, sobre aquel violento suceso al tiempo que el retrato de un hombre, sonriendo en un escritorio y escenas de la casa acordonada y llena de policías, sustituían la toma fija del estudio.
—¡¿Cómo pudo pasar algo así?! —pregunta, entre lágrimas, su mujer.
— Al momento, no hay una versión oficial, pero la policía ha abierto una carpeta de investigación para lo que, a todas luces, parece ser un espantoso caso de asesinato y suicidio —continuaba el reportero.
—Seguro fue por la corrupción —soltó sin cuidado Jaime, como si fuera ajeno a todo esto.
— ¡¿Cómo puedes decir eso?! —le reprende en seguida su mujer, más dolida que enojada— los Collado eran buenas personas, son nuestros vecinos y él siempre fue un buen amigo de tu padre.
Esta vez, Jaime no tiene respuesta. Dijo aquello en parte porqué sí creía, que el caso de corrupción que vinculaba al Dr. Collado, junto a otros excolegas de su padre entre varios investigadores del instituto, a todo el tema de los cajones que la fertilizadora en complicidad de aquel comisionado habían ingresado, ilegalmente, en barco; y en parte porqué sabía que el comentario le caería mal a su esposa. Pero ahora que se lo reprocha, entiende que, quizá fue, por un pelín, demasiado… incluso para él. Su mujer tiene razón y aunque eso le molesta aún más que el propio reproche, él guarda silencio. Ambos siguieron atentos la noticia.
—…no hay una versión oficial todavía, sin embargo todo parece indicar que fue el mismo Dr. Collado quién, armado con su escopeta Remington calibre 20, asesinó a su familia mientras dormían para después, quitarse la vida en la cama, junto al cuerpo de su mujer —su mujer soltó un suspiro— … algo que tiene muy desconcertad a la policía, es la nota que encontraron junto al cuerpo, donde el Investigador sólo escribió “Lo siento, perdónenme por lo que he hecho”, hecho extraño si consideramos que fuera de sus víctimas, no había más familia a quién dejarle esas palabras…
Ambos observaban más detalles sobre la noticia; cuando alguien llama a la puerta.
En un principio, él no reacciona, pero tras insistir aquel llamado desde la puerta principal, voltea a ver a su mujer, que sigue profundamente afectada por la noticia, en el sillón a su lado.
—La puerta —informa él. Lilia no reacciona, sigue embrutecida con la tv—, Mujer… ¡La puerta! —insiste él, renovando su mal trato tras considerar que ha pasado un tiempo razonable para la tregua que aquella noticia ameritaba.
Lilia, casi sin dejar de prestar atención a la televisión, se pone de pie. —Seguro son los vendedores del otro día, insisten con el juego de ollas —dice secándose las lágrimas de los ojos.
—Ni se te ocurra comprar otra de esas tonterías, no sirven para nada.
Ella ignoró el comentario y se dirige al vestíbulo, dispuesta a rechazarlos todavía pensando en la impactante noticia.
Llega a la entrada, abre la puerta pero no son aquellos comerciantes. Arquea las cejas y lleva una mano a su cintura.
—Hola, ¿Puedo ayudarle? —cuestiona, confundida, al extraño sujeto. La persona en su puerta no contesta, se limita a observarla—. ¿Si…? —insiste ella.
Hay algo familiar en aquellos ojos.
Se siente un poco mareada de pronto. Recae en la…
“¿Niebla?”
Sí. Más allá del tipo, una espesa niebla cerrada, muy densa, como una cortina…
“¿Niebla aquí?”
¿Acaso no ha visto antes a este hombre?.
“¿Esto es real?”
No, no lo ha visto antes,
“Cierra la puerta” Como un rayo recorriendo todo su sistema nervioso, un impulso, algo muy dentro de ella se pone alerta.
¿O puede que sí?, del trabajo o de algún otro lado. ¡Claro!, lo conoce, ahora recuerda…
”No, no lo conozco… ¡cierra la puerta!” Su cuerpo completo rechaza el momento, se ha incrementado la sensación de alerta.
Una necesidad de correr en dirección contraria la invade, sabe que debe… ¿qué es lo que debe hacer?.
Sus ojos se concentran de nuevo en la espesa neblina, tan blanca, tan… cerrada… la rodea, la envuelve…
“¡Ciérrala!”
… pero es sólo él, aquellos ojos, ¡por supuesto!, los conoce.
“No. No debe entrar”
La niebla… espesa… esos ojos…
“la puerta, debo… cerrarla… puerta”
Su mano comienza… ¿a moverse sola? No, por supuesto es ella, sí, ella camina hacia él. Sí, es ella… a él.
“Claro, puede entrar. ¡Debe entrar!”
Sí… esos ojos… en la niebla. Sonríe.
— Y entonces, ¿Qué precio es ese? —dice con una enorme sonrisa aquel atractivo y carismático hombre con el micrófono.
—¡El precio correcto! —Exclaman muchas voces, en un eco, como coristas de una canción, desde la audiencia.
Aunque Jaime tiene la atención en otra cosa. Tiene ese par de maliciosos ojos clavados en las bailarinas… o mejor sería decir que tiene ese par de maliciosos ojos clavados en los muy apretados pechos, apenas tapados por aquel diminuto pedazo de espandex que, lejos de esconder, resalta aún más las enormes circunferencias; y tan entallado que con un poco de imaginación y la ayuda de la marca de un bultito que delata su posición, Jaime no requiere de mucho esfuerzo para imaginarlas completamente desnudas. Y aquí viene su parte favorita: están por festejar al ganador de esta ronda y aquellas mujeres comienzan a saltar… agudiza los ojos, sus pupilas bien enfocadas siguen cada movimiento con la habilidad de un camarógrafo profesional dando su máximo esfuerzo para cubrir un evento deportivo. Captura toda la acción.
Sigue embobado con aquel show pero de pronto siente un poco de frío, una brisa llega hasta el sillón.
—Mujer, la puerta —gruñe sin dejar de ver aquel hermoso espectáculo.
—¡Esa es la respuesta correcta! —declaraba con entusiasmo aquel presentador. Y el público estallaba en júbilo. Entonces uno de los participantes, que no cabía de emoción, bajaba de su silla y festejaba. Las bailarinas corrían hasta ellos y comenzaban a brincar junto al ganador.
Jaime se imaginaba a sí mismo, ganando aquel concurso. Festejando al lado de tan hermosas chicas, brincando junto a él, abrazándolo, se besaba con ellas… otra fría brisa le extrae de sus sueños despierto.
—¡Por Dios, Mujer!, ¿qué tanto haces que no cierras la puerta? —gruñía al momento de ponerse de pie. Rodeaba el sillón para dirigirse al pasillo, a la izquierda, pero encontró el pasillo vacío y la puerta cerrada. Se sintió confundido un segundo… ¿La puerta estaba cerrada?, entonces de dónde venía el frío y ¿dónde estaba su mujer?, No recuerda haberla oido pasar de nuevo hacía la cocina y, observando atrás de él, al sillón dónde aún se encuentran el trapeador y la cubeta que ella había dejado al sentarse. “¿Qué rayos?”.
—¿Buscabas algo, cariño?
Escucha a sus espaldas, tan cerca que se espanta y sobresalta. Le dirige la vista, ahí, en medio del pasillo, a unos pasos de él, estaba su mujer, con una mirada… extraña. No está seguro de qué lo ocasiona, pero algo le perturba, se siente intranquilo. ¿Había estado así de demacrada su mujer hoy?, no podía estar seguro, hacía años Jaime no le prestaba atención. Y ¿qué hay con aquella sonrisa?, casi ¿forzada?… Jaime no está seguro, sólo sabe que, por alguna razón, siente un pequeño escalofrío.
—No, nada —le respondió mientras avanzaba, de nuevo, a su sillín, se sentía inseguro, tenía aquella sensación que los niños describían cuando apagaban la luz de su recámara y salían disparados a la cama con la terrible impresión de tener algo siguiendo sus pasos. ¡Necesitaba llegar a su sillón. Ella se giraba ya rumbo a la cocina— ¿Quién era, por cierto? —dijo casi en un instinto.
—¿Quién era quién, amor? —cuestionaba, aún más cerca su mujer. Él no pudo evitar sorprenderse, de nuevo la tenía a un sólo paso a su izquierda.Y la forma en que había dicho “cariño” y “amor”, algo… diferente. “Espeluznante”, pensaba él, confundido.
—En la puerta…—intentaba explicar su pregunta él, pero aquellos ojos lo inquietaban, no podía dejar de ver esa insistente sonrisa—. Nada, no es importante —prefirió abandonar la idea y se apresuró a regresar al sofá.
¿Qué diablos estaba pasando?, Porqué se sentía, de pronto, tan intimidado. Su asiento le había brindado cierta calma, pero había sentido los ojos de su mujer clavados en él, aún de espaldas a ella, que lo siguieron hasta el mueble… aún los sentía. No la veía pues no se atrevía a voltear, pero sabía que ella seguía ahí, viéndolo. Sentía una urgencia por levantarse y salir corriendo de la casa. “Pero ¿qué demonios?”. Finalmente, ella se dio la vuelta y se dirigió, por el pasillo, hasta la cocina. Una fría, grave y bizarra risa llegó desde ahí.
¿Estaría drogada?, había vuelto a tomar vino acaso? “No, esto es diferente.” Pensaba nervioso.
Intentaba distraerse con la tv. Había puesto un viejo Western aunque no le prestaba mucha atención… ni a los gritos lejanos que llegaban desde la calle. Su cerebro, en cambio, los había registrado e inmediatamente catalogado bajo la etiqueta de “niños jugando, sí, seguro son niños jugando en la calle”, no quería distraerse mucho con la tv u otros estímulos, ni siquiera aquellas sirenas de algún vehículo de emergencias que sonaban a lo lejos, no, destinaba toda su atención a los ruidos que provenían dede la cocina… que, dicho sea de paso, eran nulos. Ni en la cocina, ni en el comedor, Jaime afinaba el oido pero no escuchaba a su mujer en ningún lado… “¿Habría subido?”, no… o al menos él no la había visto pasar. Fija la vista en la escalera, a un costado de la sala. “¿Habría subido con Jaimito?” Tampoco había montado guardia sin quitarle los ojos de encima a las escaleras. Escuchó pasos en el piso de arriba, alzó la vista, al techo, como si quisiera ver a través del mismo, luego un golpe seco.
Se puso de pie, sin dejar de mirar el techo. Comenzó a dirigirse a la escalera, su pie estaba por pisar el primer escalón cuando, desde sus espaldas, escucha la voz de su mujer.
—¿A dónde vas, cariño? —cuestiona con voz helada y tranquila con aquella perturbadora sonrisa desde el pasillo. Tiene puesto de nuevo el mandil y con un trapo parece secar un plato. Algunas manchas vino salpican la blanca tela de su blusa.
´—Yo… el niño —intenta explicar Jaime señalando la escalera, sin poder retirar los ojos de aquella macabra sonrisa.
¿Sí?… —le increpa a continuar ella, descomponiendo sus palabras en una leve risita que, por alguna razón que sigue sin comprender, le pone los pelos de punta a Jaime.
Él se lleva una mano a la cabeza, acaricia lo que le queda de cabello y hace un gesto de negación con la cabeza, como si ya no quisiera decir nada. ¿Siempre fue así de alta su mujer?, se preguntaba o… tal vez, ¿caminaba así de erguida en la mañana?, tenía un aire de algo que le inquietaba y perturbaba aún más que aquella macabra sonrisa, que le perturbaba más que aquello depredadores ojos clavados en él, había en su mujer un aire de algo que hacía años no veía… un dejo de orgullo y dignidad. Y aquello le heló la sangre.
Sin decir más, abandonó la idea de subir la escalera. Otra vez sentía la urgencia de regresar a su sillón y, de nuevo, aquellos ojos lo seguían en silencio. Una vez se hubo sentado, observó por el rabillo del ojo que su mujer se había ido, probablemente había regresado a la cocina.
Incómodo como estaba, intento encontrar algo en la televisión que le ayudara a distraerse cuando su estómago gruñó para recordarle que tenía hambre.
—¿A qué hora cenaremos? —preguntó alzando la voz y ladeando un poco su cabeza hacía la izquierda al pasillo, casi en un reflejo del que una vez soltadas las palabras, ya no estaba tan convencido.
No acababa de decirlo, cuando a su lado derecho
—La cena está servida.
Se sobresalta. Su mujer está sentada junto a él en el sillón, no entiende en qué momento llegó ahí, no la escuchó, no la vio y no la había sentido, ¿cómo puede no haberla sentido en aquel viejo mueble que transmite cada pequeño movimiento?.
Ella toma el control, apaga el televisor y se levanta en dirección a la cocina sin prestarle mayor atención, él se queda pasmado. No logra entender qué sucedió, pero se para y camina hacia el comedor guardando cierta distancia de su mujer.
—¡Jaimito! —grita en dirección a la escalera antes de entrar en el comedor.
Una vez dentro, aquella sensación de ansiedad se ha convertido ya en una extraña exaltación. Algo desde sus entrañas le implora que corra, que se dirija a la puerta y se aleje a toda prisa pero no entiende nada.
Un peculiar aroma flota en el aire, le resulta familiar pero no lo reconoce, su corazón acelera, se siente agitado y comienza a marearse. El olor es nauseabundo.
Observa la mesa: perfectamente preparada, un mantel impecablemente liso se extiende a todo lo largo. Cubiertos, vasos y platos con un espeso contenido rojo y porciones en color grisáceo flotando en el líquido; se distribuyen entre los lugares… y ahí, con esa extraña e inquietante sonrisa, está ella, que le mira fijamente con un rostro que le parece aún más pálido y demacrado que antes, pero aquellos ojos se ven más encendidos que nunca, implacables, inquietantes, su cuerpo erguido con un aire de confianza que desconoce… y teme. Le incomoda hasta el punto en que sus rodillas vacilan.
No puede mantener la mirada, sigue caminando hacia su lugar pero puede sentir esos penetrantes ojos siguiéndolo a cada paso. Llega hasta su asiento, se sienta y mira su plato… observa inapetente con una inquietante intriga lo que contiene “¿carne?“, piensa en los 5 años burlándose de los disparates de su mujer y sus esfuerzos por convencerlo de llevar una vida más sana comiendo como veganos, a él, un verdadero heredero del campo comiendo vegetales como vil vaca, “es para tu salud” decía ella y él se reía cada vez… no le parece gracioso en éste momento.
No entiende qué, pero hay algo en ese tejido grisáceo con una gruesa capa de grasa aún pegada a un trozo de amarillento hueso semisumergido en el espeso rojo oscuro, no puede dejar de observarlo, luego recae en los únicos dos lugares en la mesa.
— ¿El niño no comerá? —espeta él, molesto. Más en un impulso, un reflejo, que en un acto consciente e inmediatamente comienza a arrepentirse de haberlo hecho.
Ella echa cabeza hacia atrás, riéndose con una terrible voz: fría y ajena, luego regresa la vista a él, afilando aún más su perturbadora sonrisa y clavando esos ya insoportables ojos oscuros en él.
—¡Oh cariño!, te va a encantar la sopa.