—Pensé que ya no era un niño.

—Y yo pensé que los hombres no lloraban.

—Cierto —cede él, con un intento de sonrisa motivado por la nostalgia—, yo también. —Agrega con la misma expresión muerta, ya sin el fracaso de sonrisa, al sentarse junto al niño.

Después guardó silencio y estudió un momento la escena: gente ataviada en tonos oscuros, encontró sonrisas cálidas pero ojos apagados, contempló abrazos breves sin embargo honestos; vio gente presente mas sus mentes distantes y escuchó murmullos, sollozos y hasta una que otra risa discreta y lejana de los grupos dispersos.

—Nunca me han gustado los velorios —interrumpe su observación el niño con voz fría, como reprochando, sin quebrarse pero dolido.

—Ni te llegarán a gustar —responde él, otra vez con ese intento de sonrisa maltrecha y expresión ausente.

—¿En verdad se va a ir un día, cierto?— cuestiona el pequeño, con la voz todavía más quebrada, pero aún resistiendo.

—Sí, se nos ha ido —responde él , puede sentir cómo se va formando el nudo que se ha alojado, intermitentemente, en su garganta durante los últimos días, con los ojos húmedos pero calmado.

El pequeño no responde esta vez, él voltea y le encuentra sollozando con la cara deformada por su valiente pero fútil esfuerzo por contenerse. De nuevo de su boca surge un intento de sonrisa y se dispone a consolarlo pero alguien los interrumpe.

—Hola José —se esfuerza en saludar un hombre aparentemente en sus 60s— soy un amigo… creo que no nos conocemos, pero era un buen amigo… del trabajo —continua, intentando mantener la mirada pero desviando la vista, le ofrece una mano firme, unos ojos vidriosos y palabras erráticas pero sinceras—… era un gran hombre —remata con una sonrisa desnuda, sin pretensiones que no transmite alegría ni tristeza, como las sonrisas que tanto ha visto en los últimos años en los cuartos, salas y pasillos de hospitales: que han abandonado el intento de dar fuerza o ánimos y ya sin más, simplemente son.

Él también se siente incómodo”, deduce el joven, “es normal, no hay manuales para estas cosas”, al momento de ponerse de pie, estrecha con firmeza la mano y recibe el tradicional abrazo… ha recibido cientos este día, de gente desconocida incluso, pero en todos ha encontrado calidez.

—Gracias —era lo único que aquel nudo estrujándole las cuerdas vocales le permitía decir en cada abrazo.

Tras un poco más de esa formalidad incómoda, el hombre se retiró.

—Odio que digan que era un gran hombre —expresa el niño, que ha conseguido domar su sentir una vez más, mientras el joven vuelve a su asiento.

—Lo sé —responde en tono apagado él, reponiéndose del momento.

—Resulta que todos, una vez se han ido, fueron siempre hombres perfectos —sigue quejándose el pequeño.

—Un código estúpido, una última muestra de respeto por parte de la sociedad —remata José, que ha vuelto a su estado ausente, apagado, gris.

—Pero ¿sabes por qué me disgusta tanto? —continúa el niño, rompiéndose— porqué él no es para nada perfecto.

—Lo sé.

—…es un hombre excesivamente cuadrado…

—¡Lo sé! —con los ojos aún más vidriosos pero una sonrisa, por primera vez, en mucho tiempo, genuinamente alegre.

—…que nunca ha entendido la palabra tacto, ¡por Dios! Alguien tiene que explicarle cuándo debe quedarse callado.

—Así es —coincide él ya soltando una risa de una sola sílaba.

—…es ridículamente precavido… —continúa afirmando, divertido, el niño, olvidando su tristeza momentáneamente.

—Sobre todo con los horarios —interrumpe el joven.

—¡Sobre todo con los horarios! —coincide el pequeño con ojos muy abiertos y las manos exagerando el gesto— ¡Nos hace estar hasta 4 horas antes para viajar!

—Y no olvides los trámites, había que llegar un día antes para no perder una cita si había que ir al D.F. —afirma él, también dejando de lado, por un instante, el dolor.

—¡Y también es súper codo! —afirma el niño haciendo el gesto con sus brazos.

Al joven lo agarra desprevenido el gesto y suelta una pequeña risa. —El “desContador” le apodaban en la oficina —ambos riéndose del acertado sobrenombre.

—…y por encima de todo, es un hombre demasiado…

—Necio —terminan la frase juntos, ambos con una sonrisa pero otra vez abrazados por su tristeza que ha logrado colarse de nuevo en ellos disfrazada de nostalgia.

—Pero es un grandísimo hombre, es un excelente hijo, un gran hermano… aunque esos tontos no lo entiendan —expresa con coraje, el pequeño—, un inmerecido cuñado, yerno ejemplar y el mejor padre de todos.

—El mejor —logra decir el joven con mucho esfuerzo, con ojos empapados, pero haciéndole saber al nudo en su garganta que no le va a ganar todas las batallas.

—Por eso odio que digan eso —continúa el pequeño de nuevo con su voz apagada, cortada por su derrotado intento de resistirse al llanto— no se vale que ensucien la imagen de un hombre, verdaderamente bueno, sólo por cumplir con un tonto ritual social.

—Es una cuestión de educación… —intenta explicar el joven.

—¡No importa!, sólo lo rebajan al mismo nivel que cualquier hombre que por el único mérito de fallecer, de pronto es grande y bueno —replica, indignado, el niño.

—Así es, era necio, falto de tacto, cuadrado como pocos… pero bueno, un hombre realmente bueno —afirma, coincidiendo, una vez más, el joven, ya apagado totalmente tras el breve momento de feliz recuerdo.

Ambos se quedan un tiempo sentados, con la vista distante, el cuerpo inmóvil y lágrimas frías secándose en las mejillas.

—¿Quisieras volver el tiempo atrás? —pregunta con voz suave el niño.

—No, no se puede volver el tiempo atrás —responde tajante el joven.

—Los adultos olvidan los sueños —reprocha el pequeño, el joven sonríe… era cierto.

—Pero sabes… —retoma el joven— quisiera poder detenerlo.

El niño dirige ojos confusos y gesto interrogante.

—El tiempo —se apresura en explicar el joven— quisiera poder detener el tiempo.

—¿Por qué?… si ya se fue —pregunta con incertidumbre el niño— ¿qué sentido tiene?

—Lo sé, y eso es irremediable —se dispone a explicar el joven, resistiéndose a dejar que aquel maldito nudo le domine el habla—, pero ayer lo abracé… y un día antes, me abrazó él… y cada hora que pasa —haciendo una pausa, para encontrar una forma de sacar las palabras. El niño gimoteando a un lado, atento—… me alejan de ese momento, del último abrazo, que aún siento y llevo conmigo… pero ¿por cuanto tiempo?, el tiempo avanza como un río en la montaña y sólo fluye en una dirección pero yo lo siento como un mar, donde cada ola que llega, me mueve y me aleja, de a poco, de ese momento y cada ola un poco más y me duele —el nudo le vence por un instante y los ojos se desbordan un poco— porque cada vez que la ola aleja el momento de mi, es para siempre… nunca volverá a acercarse. Hoy puedo decir, que ayer lo abracé, pero nunca más… cada día alejará el día de ayer más y más, y nunca volverá a estar cerca la última vez que lo estreché en mis brazos —no pudo continuar, se rompió en llanto.

El niño, también un mar de lágrimas, dejó su asiento y fue a abrazarle.

Después de un tiempo, él controló el llanto, dominó sus emociones y con las manos se secó los ojos.

—Es hora de que me vaya —dijo finalmente, tras deshacer el abrazo, el pequeño.

—Espera, no te puedes ir —rogó el joven.

—Sabes que sí —respondió, firme, el infante— después de hoy, tengo que irme, lo sabes.

—Pero no estoy listo, no sé cómo… —y aquella garganta cerrada le robó otras palabras.

—Yo tampoco, pero tenemos su ejemplo —respondió el niño que comienza a perder el control de sus sentimientos y las lágrimas amenazan con invadir su rostro de nuevo— el mejor ejemplo para seguir adelante.

—El mejor ejemplo —añadió el joven.

—Tengo miedo —dijo el niño, aferrándose a la mano del joven— ¿tienes algún consejo?

El joven se levantó de su asiento, hincó una rodilla junto al pequeño y le puso una mano, delicadamente, sobre la cabeza, controló su interior y desterró, por un breve instante, toda debilidad de su cuerpo y le habló intentando cargar de calma sus palabras, como algún tiempo atrás, un gran hombre, el mejor de todos, lo había hecho con él.

—No pienses en esto, esto me toca sufrirlo a mi —secando las lagrimas de aquella carita, finalmente rendida al llanto, que le miraba suplicando ayuda— a ti te toca vivirlo, disfrutarlo, gozarlo y reír con él… también enojarte y tener malos momentos, juntos y entre ustedes… no sufras por las heridas que tu inmadurez ocasionen en él, es un hombre fuerte, sabio y, a su manera, siempre supo entender mis tonteras, así que no pierdas tiempo sintiéndote mal por lo que ha pasado y buscando su perdón, ese magnifico hombre nunca te guardó más que amor y rápido movía su mente de esos malos momentos, no dejes que el arrepentimiento te robe los mismos momentos que me hurtó a mi. Igual pasa con el orgullo, sé más fuerte de lo que yo pude, para ganarle uno que otro instante al tiempo, de los que yo le cedí al estúpido orgullo de joven altanero. Pero sobre todas las cosas — dando un abrazo final, a aquel pequeño— abrázalo mucho, busca conversaciones que puedas guardar en tu colección de grandes momentos, créeme que la vamos a necesitar para lo que viene y, sobre todo, nunca olvides concluir esas pláticas con un “te amo, papá”.

Y así, aquel joven se encontró de pronto distinto y sólo… pero no del todo, pues para el duro camino que le espera por delante, le acompañan las palabras y el consejo de un gran hombre, del mejor de todos.