El niño y la Noche
Una noche oscura, sin estrellas, sin luna.
Una de esas noches que te hace pensar dos veces ¿por qué temen tanto los niños a la oscuridad? y si tal vez, deberíamos todos.
Una noche implacablemente negra, y él está de nuevo ahí, lamentándose como acostumbra.
—¿Por qué ellos hacen eso? —lloriquea el pequeño, frotándose los ojos con sus diminutas manos—, ¿por qué me tratan así?… ¡siempre así! ¿Por qué nadie me cuida? ¿Por qué nadie puede quererme?
—¿Por qué no haces que se arrepientan?— dice una voz baja, helada y sombría como la misma noche. Su respuesta nunca cambia y su espeluznante manera de hablar: inquietante, lenta y llena de prolongadas pausas, siempre le eriza los pelos—. Sabes que estoy aquí. Vienes porque lo sabes. Dices que vienes a ver a tu madre, dices que vienes a ver a tu padre… todos saben que no vienes a ver a tu hermana pero tú sabes que estás aquí, en este cementerio, sólo por mí.— El pequeño domina el gimoteo, las lágrimas cesan y se limpia la nariz con la manga de su camisa. Tiene la vista perdida en la negrura, pero los oídos atentos… y aquella voz, no deja de susurrarle—. Los que causaron tu llanto, no podrán llorar jamás. Quienes prometieron ocuparse de ti, no volverán a mentir y, cuantos afirmaron amarte, nunca sentirán el calor humano de nuevo. Sólo tienes que enunciar mi nombre, sólo una vez y todos desaparecerán… para siempre.
—Yo… — logra hablar, y lo hace con firmeza, pero inmediatamente le abandonan las fuerzas, sabe que quiere hacerlo pero… la duda y el miedo siempre le ganan esta batalla.
—Lo estás pensando, lo estás considerando ¿no es cierto? —de nuevo aquella siniestra voz pero en un tono todavía más macabro, lleno de anticipación— pero tienes miedo. Temes lo que pueda pasar. No estás seguro de lo que quieres… ¿a qué temes? —ahora casi es un chillido—, ellos estarán aquí mañana y el día después. Cada día que pase, ¡ellos seguirán ahí!… hasta que lo digas —arrastrando la última palabra hasta convertirse en una exhalación que se pierde en el viento—. Sólo tienes que decir mi nombre… sólo una vez y ellos se esfumarán.
—Entonces… —el pequeño titubea, aprieta los puños y alza la vista a la negrura frente a sí, el viento arremolina sus cabellos y le hela la nariz, pero está decidido, se arma de valor, está enfrentando sus dudas.
—Sí… —sisea casi en un murmullo el viento en sus oídos.
—…yo diré tu nombre —Y una ráfaga de viento sacude aún más fuerte al niño, que lleva sus brazos al frente para cubrirse—. Pero ¿cómo sabré cuál es?
—Tú sabes… —dice nuevamente la noche, en una voz que pareciera ahogarse y que sigue arrastrando las palabras como si estuviera agonizando.
—No, no lo sé —responde el niño con palabras temblorosas, cerrando los ojos y cubriendo sus orejas con las manos, el miedo y las dudas se lanzan nuevamente a la ofensiva y le toman desprevenido… ya no está tan seguro.
—Tienes que sentirlo… —De nuevo las tinieblas susurrándole con el viento—… busca en tus adentros —arrastrando cada palabra—, muy dentro de ti, sabrás cómo nombrarme.
El pequeño comienza a perder la calma. El viento sigue arremetiéndolo con fuerza. Las tinieblas ceden aquí y allá por instantes, sólo para develar la fría piedra de lápidas y mausoleos que, entre la penumbra, parecen esconder siluetas que le observan desde sus refugios; o arbustos y árboles que, totalmente desprovistos de hojas: todo maraña de ramas, entre las sombras sólo lucen como tenebrosos entes que se ciernen sobre él conforme los azota el vendaval.
Pero la noche se cuela entre sus manos, entra como el aire por sus oídos. Recuerdos de cada voz burlándose, cientos de dedos señalándolo desde arriba, rostros con miradas condescendientes; todo llega con violencia a su mente. Puede incluso sentir de nuevo los pellizcos y palmadas. Cada cachetada, cada puño en las costillas.
Aunque no puede ver mucho entre la espesa noche, parece que todo comienza a girar a su alrededor, mientras cientos de voces acompañan al viento con burlas, insultos y provocaciones: ¿Estás triste porque murió mami?… ¡Está mejor muerto!, el estúpido perro era muy escandaloso… ¡Tú mataste a papá!… ¡No le hables, te va a pegar su mala suerte!… ¡Ja! Te orinaste otra vez ¿qué edad tienes?…
Todo se está acelerando, las vueltas, las voces, siente vértigo de repente, siente que se desvanece, como si tuviera un sueño inaguantable y los párpados se vuelven insufriblemente pesados. Aprieta con fuerza sus manitas contra los oídos y cuando está a punto de perderse, abre los ojos abruptamente, suelta su cabeza y grita hasta saciarse.
La oscuridad que parecía abrazarlo retrocede de golpe, el río de viento que desbordaba sobre él aminora su caudal y todas la sombras, risas y burlas; desaparecen al instante. Él respira con trabajo, jadeado con fuerza, mueve sus ojos frenéticamente pero cada vez más lento, observa sus manos que poco a poco dejan de temblar.
Finalmente inhala hondo, cierra los ojos un momento y estruja su manos en puños; vuelve a abrirlos pero su mirada está cargada de algo nuevo, hay en ella una furia que viene desde lo más profundo de sus rencores. Se da cuenta que su cuerpo parece temblar otra vez, pero no lo ocasiona el miedo, es algo más; y después alza la vista al infinito negro frente a él, donde no encuentra nada y aprieta los dientes con anticipación.
—Yo te nombro odio. Yo te nombro desesperación. Te nombro ira, impotencia, ¡furia! Yo te nombro… alivio.
—Tú llamaste… yo he venido.