La niña observa maravillada. Sigue con atención y curiosidad cada textura y cada línea, en especial aquel punto en el que se encuentra y atraviesa la ceja: toma un momento para apreciar cómo un espacio de piel interrumpe la continuidad del vello y abre la boca con asombro al descubrir que, aunque atenuada, aquella marca que nunca había visto en nadie, continúa debajo de la ceja, sobre la piel del párpado y, después del ojo, sigue bajando hasta perderse en la barba del joven, a un costado de su rostro.

Él no se ha percatado. Con una mirada inexpresiva, como quién ha tenido un largo día y sólo quiere terminar lo que está haciendo para llegar a casa, tirarse en el sillón y olvidarse de todo; pareciera buscar algo en el estante, lleva una canasta con algunas latas en una mano —algo en lo que también reparó la niña con curiosidad— y con la otra toma productos de las repisas, lee las etiquetas para después regresarlas al lugar del que las ha tomado y, cada tanto, agregando algo al cesto.

—¿Qué tienes en la cara? —interrogó con cierta emoción la niña mientras señalaba su propia ceja—, ¿y por qué cargas tú? —agregó al momento de asomarse con atrevimiento a la selección de víveres del joven.

Él observó al par de niñas frente a sí por un instante, dubitativo sobre cómo proceder. Era evidente que se debatía entre contestar o simplemente ignorarlas y seguir su camino. La niña terminó de satisfacer su curiosidad con el contenido de la canasta y le volteó a ver esperando su respuesta. A él parecía no sorprenderle y su expresión: cansada y poco animada, hacía evidente que no era la primera vez que le cuestionaban así. Después de unos segundos respiró hondo, retuvo un instante, mientras sostenía la mirada a aquellos ojos que le observaban con intriga y algo de diversión; y, finalmente, exhaló resignándose a la situación. No podía simplemente ignorar a un niño. Nunca lo hacía.

—¿Qué crees tú que tengo en el rostro? —consultó sin mucho ánimo mientras tomó un nuevo producto.

—Un tatuaje —se apresuró en afirmar la niña.

—Acertaste, es un tatuaje —dijo él, en un tono inexpresivo.

—¡Mentira!, los tatuajes no son transparentes—corrigió la pequeña, orgullosa de su deducción.

El joven interrumpió la lectura de la etiqueta para dirigir, por un instante, la vista al frente, a la nada… era evidente que la incongruencia le tomaba por sorpresa pero aún más evidente, que se decepcionaba de no haberla anticipado.

—Tienes razón, no es un tatuaje —contestó, chocado.

—¿Entonces qué es?

—Se llama cicatriz.

—¿Cicatriz? —replicó ella, intrigada—, ¿y por qué te pusiste una cicatriz?

Él regresó la lata, se volvió hacía las niñas y abandonó la idea de una solución rápida.

—Una cicatriz no es algo que te pones, es algo que queda cuando te lastimas. Como una huella, un recuerdo de algún golpe o herida. —le respondió fatigado del tema.

—¡¿Cuándo te lastimas?! — interrumpió ella, confundida—, ¿por qué querrías lastimarte?

Él la miró con una mezcla de exasperación y desdén: son estos momentos los que siempre lo hacen sentir tan incómodamente diferente; pero se limitó a contestar—. No es algo que quieres o buscas, es algo que a veces… pasa. Como cuando te caes o te golpeas con algo por distraído.

—Pues yo nunca me caigo o me pego —explicó ella, volteando a ver a la otra niña—, ¿por qué no evita que te pegues tu…—interrumpió su pregunta y comenzó girar la cabeza de lado a lado, barriendo el área con la vista—. ¿Y tu otro tú?

—¿Mi otro yo? —cuestionó él, sin poder contener una diminuta sonrisa. En realidad, sabía muy bien a lo qué se refería, esperaba esta pregunta desde que le empezó a hablar, pero siempre le divierten las formas que algunos niños encuentran para dirigirse a ellos, “Mi otro” repite en su mente con gracia mientras la observa, por primera vez, con un poco de interés al momento que ella señala a la otra niña a modo de respuesta, a “su otra ella” piensa él—. Yo… — comenzó a explicar pero hizo una pausa para elegir bien sus palabras, mientras observa a la segunda infante, igual a la primera pero con un pequeño velo, entre humo y luz, de color amarillo muy apagado, que pareciera emanar de su cuerpo. Y creciendo su sonrisa, agregó—… no tengo uno de esos.

Los ojos de la pequeña se ensancharon y se llevó ambas manos a la boca que abría con asombro, luego cruzó una mirada de cómplice con su otra y juntas regresaron con vista divertida a él. Había algo nuevo en aquel rostro, que ya no sólo le observaba con esa fascinación y asombro propios de la curiosidad infantil, no, había ahora también un dejo de maldad, un diminuto toque de crueldad en sus ojos mientras una sonrisa, que se extendía de oreja a oreja, se posaba pícaramente en aquella carita. Dónde hace un momento todo era sorpresa, intriga e ingenuidad, ahora se asomaba un poco de arrogancia e intención.

En algún rostro, las delicadas cejas rojizas, se acentuaron hacía los ojos, arrugando la frente.

—Mamá dice que todos tenemos a nuestro Otro —dijo la niña, en tono burlón con su enorme sonrisa—, que es lo que nos separa de perros y gatitos —y volviendo de nuevo con su cómplice, intercambiaron sonrisas y gestos mofándose—, ¿no será que ere un perrito? —y no pudieron contener la risa.

—Tu mamá es tan estúpida como un perro —increpó una voz femenina.

La sonrisa burlona se esfumó bruscamente. Con asombro y algo indignada, la niña volvió un mirada incrédula hacía donde la voz, pero no encontró más que al joven que también dejó de sonreír, regresó a su lugar el enlatado que tenía en las manos, murmuró una excusa y se alejó hasta salir del pasillo, luego dobló y ellas lo perdieron de vista.

Las niñas quedaron un momento confundidas, después, desde algún lugar en el súper mercado, escucharon la voz de su madre que le estaba buscando, ella giró su cabeza hacía la dirección desde la que creía le hablaba su progenitora, tratando de deducir lo cerca o lejos que estaba y concluyó que aún había, por lo menos, dos pasillos de separación; volteó con su compañera, se miraron entre sí nuevamente con la sonrisa de quién está por hacer una travesura y se dispusieron a correr en la dirección en la que el joven, su nueva víctima favorita, había desaparecido pero, justo al regresar la vista al frente, chocaron con algo… con alguien. Ambas rebotaron y se fueron hacia atrás cayendo sentadas con brusquedad.

La pequeña tiene un poco adolorida la frente, donde recibió el golpe al chocar y también las posaderas pero ni siquiera se ha percatado pues, ante todo, está sorprendida. Alza la vista para observar al responsable: una mujer delgada y pequeña, apenas más bajita que su madre, y más joven también, ¡mucho más joven!, de cabello rojo en un tono tan claro que le recuerda al balón de basquetbol de su padre, le dirige una fría mirada con enormes ojos que se clavan en ella desde una postura desafiante con la barbilla levantada, expresión fiera y una ligera mueca en los labios. Aquellos ojos implacables hacen que, por alguna razón, la imagen de su gato, Bob, todo encrespado, como cuando lo molesta aventándole agua y éste se dispone a defenderse —el momento en el que ella suele dejarlo en paz— pase fugazmente por su cabeza.

Se siente confundida, está acostumbrada a recibir actitudes retadoras y bruscas de su hermanita: cuando se defiende de sus maltratos, o de Bob, pero ¿de un adulto?, sabe perfectamente que siempre se sale con la suya con ellos, nunca un adulto le ha mirado desafiante antes, “¿qué espera para reconfortarme?”, piensa indignada y entonces repara en la sensación de dolor y alza su manita para colocarla en dónde se ha dado el golpe, esto tampoco le había pasado antes. Luego busca, desconcertada, a su compañera, que se encuentra también en el suelo pero, esta vez, su otra no le presta atención, simplemente está sentada, inmóvil, con su usual luz dorada, ahora tintada de un azul que no ha visto antes, con los ojos, cargados de una expresión que la niña no reconoce, clavados en la joven mujer. Entonces rompe en llanto, clamando por su madre.

—¡¿Carlita?! —llama, alterada, su madre desde otro pasillo.

La niña sigue llorando, pero sonríe por dentro, Carlita puede tener apenas 5 años, pero ya es muy consciente del control que tiene sobre los demás, en especial de su mamá, tiene perfectamente tomada la medida a su madre. Continúa asegurándose de que ésta pueda escuchar su lloriqueo. Se han metido con ella y, en cuanto llegue, lo van a pagar. Sigue con su acto y abre ligeramente uno de sus ojos esperando ver una expresión de pánico en su antagonista pero entonces suspende el berrinche y abre los ojos casi asustada. Frente a ella, no hay nadie.

—¡Carlita! —exclama su madre asomándose al final del pasillo, con su otra alcanzándola poco después cargando canastos llenos de productos con un tono anaranjado que inmediatamente vuelve al dorado habitual tras evaluar la situación. Corre hasta su hija, que sigue en el suelo pero ya no llora. Ya más calmada, se agacha y la levanta. La pequeña sigue buscando hacía ambos sentidos del pasillo, confundida, desde los brazos de su madre.

Él se está impacientando afuera del super mercado.

—Es sólo una niña — reprocha en voz baja, hablando para sí mientras sigue con la vista a la madre que finalmente sale con su hija en brazos de la tienda. Una sensación de alivio le acoge al no apreciar ninguna expresión de alarma en la familia.

Observa cómo caminan madre, hija y sus respectivos guardianes, del otro lado de la acera. La pequeña dice algo a su madre que, sin dejar de caminar, le devuelve la sonrisa y le da un beso en la frente mientras la niña se abraza a su cuello. Por un segundo la expresión tierna en el rostro de aquella mujer al acariciar los cabellos de su hija; lo atrapa por completo, totalmente cautivado por aquel vínculo pero, repentinamente, la imagen de una mujer temerosa a punto de acariciarlo en la mejilla sólo para retroceder con pavor la mano hasta su boca en un gesto de espanto con ojos llenos de miedo; pasa por su mente. Él desvía la mirada, sacude la cabeza y renueva su andar.

Sí, Elías es diferente.

En un mundo donde pocos conocen el dolor o rara vez pasan por sufrimiento, Elías creció aprendiendo entre golpes, caídas y duras lecciones en la vida.

Mientras usualmente personas como aquel hombre de sombrero que va del otro lado de la calle, leyendo algo en su móvil, es desviado unos pasos a su costado por su guardián para que, sin levantar la vista del dispositivo, logre esquivar el poste contra el que estaba a punto de chocar; o aquella anciana que con paso muy lento, pasea a su perro hasta que su guardián la toma de los hombros para detenerla antes de cruzar la calle, pues un vehículo pasaba en ese momento; o los niños que juegan en los columpios de aquel parque cercano al super mercado, riendo y meciéndose con fuerza, mientras sus pequeños guardianes se aseguran de mantenerlos firmes en sus asientos o evitan que choquen con otros; mientras todos ellos viven despreocupados, casi totalmente ajenos al significado de riesgo, él tuvo que aprender a valerse por sí mismo desde muy pequeño, desde que se quedo casi completamente sólo.

Detuvo su andar un instante para seguir observando los columpios recordando su propia experiencia:

La tierra se inclinaba a gran velocidad a medida que el cielo parecía bajar abruptamente, hasta que sólo veía nubes para luego, con la sensación de caída libre, se invirtiera el orden en el que cambiaba el panorama hasta quedar ahora, en un punto en el que parecía ver directamente hacia las piedras bajo él y después, nuevamente a gran velocidad, surcar el aire en su pequeño y frío asiento metálico: siempre esperaba a que los demás niños dejaran el parque, usualmente de noche, para divertirse. Todo era risa y diversión, hasta que pierde el equilibrio, sus dedos sueltan la cadena y cae, golpeando con brusquedad el suelo, entonces aquella mujer, que siempre está a su lado, se acerca observándolo condescendientemente sin decir nada… después era golpeado en la cabeza por el columpió al volver, él se retorcía de dolor y se agarraba la zona lastimada con sus manitas, sentía algo líquido y pegajoso entre los dedos… de color rojo al observar sus palmas abiertas con estrés, se disponía a estallar en llanto asustado, pero su acompañante, ahora agachada, lo observaba sin decir nada, sacudiendo la cabeza en un movimiento lateral, lento y corto, casi imperceptible, con una mirada seria y sin empatía que le indicaba que no debía hacerlo… y él no lo hacía.

Deja de soñar despierto al darse cuenta que los niños han reparado en su presencia y atención; entonces el recuerdo de niños burlándose y señalándolo le atormenta un instante. La memoria incluye sentimientos y sabores desagradables. Él desvía la mirada y da pasos intentando quitarse el mal sabor del cuerpo.

—¡Cuidado! —exclaman con urgencia desde la acera.

Se detiene al instante. Observa al grupo de personas y guardianes que gritan desde la banqueta, luego sigue la mirada de todos hacia sus espaldas. Se da cuenta que está en medio de la calle y, aunque no alcanza a girar la cabeza a tiempo, entiende que un vehículo está a punto de embestirlo. Todo pasa demasiado rápido y en una mezcla de gritos, luces y un intenso destello rojizo, siente una presión en el hombro que lo aferra tan duro que pareciera romperle el hueso y, con aún más fuerza, lo hala haciéndolo volar un par de metros hacía atrás.

El estruendo metálico que siguió hizo que todo fuera aún más confuso pero, poco a poco, se incorpora hasta quedar sentado. Trata de comprender la situación, observa las palmas de sus manos, poco ensangrentadas pero cubiertas de raspones que seguramente se hizo al intentar amortiguar la caída. Más allá de estas observa sus rodillas en el mismo estado a través de la tela rota del pantalón y un poco más allá todos los víveres que llevaba desparramados por el suelo tras romperse la bolsa que los contenía. Una súbita sensación de ardor junto al ojo izquierdo le reporta que también se ha lastimado el rostro. Su mente aún dispersa y la vista un poco nublada.

—Pero ¿qué diablos? —exclama con sorpresa un hombre cercano a sus cincuenta, desde el asiento del conductor, al momento de usar su mano para retirar los brazos con los que su guardián, emanando un rojo intenso, lo ha protegido del accidente. Abre la puerta y se baja del vehículo molesto—, pero ¿qué estabas haciendo a media calle? —exclama en en una mezcla de confusión y enojo. Observa el cofre de su carro, totalmente sumido y deformado, con el metal arrugado como acordeón. Como si se hubiera estrellado con un poste—. ¿Eres uno de esos locos inadaptados en busca de adrenalina?

—¿Cómo está el auto? —desea saber una mujer desde el asiento de copiloto, totalmente rodeada, también, por su guardián en aquel mismo tono rojizo que poco a poco va cambiando al dorado apagado conforme libera a la mujer de su abrazo— ¿tiene algún rayón?

—¡¿Rayón?! —exclama él con algo de sarcasmo. Estudiando el lugar del impacto: el frente del auto se ha sumido unos treinta o cuarenta centímetros hacia el motor, “pero ¿cómo?”, puede sentir cómo se va formando una ola de furia en su interior, dirige entonces la vista al sujeto, aún tirado sobre el pavimento, que jadea con algo de trabajo medio desorientado—. ¡Tú!… ¿en qué estás pensando? —agregó avanzando hacia él.

Elías, todavía aturdido, observa a aquel hombre detenerse a unos pasos de él, nota la expresión y comprende que, confundido, revisa a detalle las heridas en su cuerpo “aquí vamos otra vez”, piensa con desánimo llevándose la mano hasta su mejilla para examinar el golpe. El dolor en el hombro regresa conforme su cerebro va asimilando lo que sucedió—. Sólo fue un accidente, estoy bien.

—¡¿Estás bien?!… —interroga el hombre casi indignado por tan obvia afirmación, ¿quién diablos se lastima en éste mundo? a fin de cuentas — … pero ¡por supuesto que estás bien! El problema es mi auto, ¡está destrozado! —anota conforme empieza a perder los estribos por el coraje, que llega a un punto culminante al observar, a su pies, piezas metálicas regadas por el suelo y, en un arrebato de ira, patea la más cercana que, para su fortuna, sale disparada directo hacía el joven, pegándole justo en las costillas.

—¡Fermín! —su mujer ya fuera del vehículo con su atención totalmente volcada al mismo mientras intenta calcular el daño. Con las manos en la cabeza, agrega—, esto es irreparable… ¿Qué vamos a hacer? — llevándose las manos a la boca, alterada.

Pero Fermín no presta atención, observa que Elías tras, para su sorpresa, recibir el golpe en las costillas, suelta alaridos sujetando su costado. No entiende la escena. Es algo incomprensible para él. De pronto repara nuevamente en el cuerpo tan lastimado del joven. Frente a sí, un humano ha salido herido; no es la primera vez que algo así sucede, claro, pero es la primera vez que él lo presencia. En su interior despierta algo, crudo y primitivo, un intensa curiosidad que de poco evoluciona a un perverso morbo, que le domina y a la que la situación del auto sólo alimenta cómo yesca al fuego… tiene una extraña sensación, de pronto se siente poderoso, fuerte, agresivo… aquél culpable de toda su molestia está completamente a su merced …y le embrutece lo deleitado que se siente al respecto. Se acerca al joven, lo estudia un momento conforme aquella ola de emociones en su interior, que es ya una marejada, está por romper contra su razón y, de imprevisto, le da una patada. No lo golpea con fuerza. En realidad, lo hizo más con la intención de descubrir qué pasaría que de hacer daño, pero Elías, maltrecho todavía por el accidente, sólo se queja de dolor al recibir el golpe. En los ojos de Fermín se enciende una llamarada que en seguida se vuelve un fuego incontrolable, algo va escalando dentro de sí más allá de su juicio y, aunque nada de eso se siente correcto, le causa un gozo sin precedentes que le impulsa a continuar, a seguir experimentando, a seguir descubriendo. Tira una segunda patada… y una tercera… y otra… y una más.

Todas las personas cerca observan, atónitos sin saber qué hacer para detenerlo pero, en el fondo, también cautivados por lo que sea que está sucediendo y que les hace tan llamativa la escena. Horrorizados por tan ajena brutalidad, ¡claro! pero cautivados por la curiosidad de experimentar algo tan inesperado. En sus ojos arden ascuas que se propagan hacia sus adentros y en sus extasiadas mentes ansían con ímpetu cada nuevo golpe, cada nuevo gesto de dolor, cada nuevo e irresistible sentimiento que nace de tan adictiva violencia.

—¡Espera! —alcanza a decir entre los golpes Elías, hecho bolita en el suelo para protegerse… pero Fermín no se detiene, sigue pateando, impulsado por una euforia incomprensible que no conocía y por la que, con placer, se deja llevar.

—¿Querías adrenalina?, eso es lo que buscabas, ¿no? —intoxicado por el mar embravecido de sensaciones mientras continúa golpeándolo—, ¿quién va a pagar los daños de mi coche?, ¿eh?, ¿quién?

—¡Detente! —suplica desde el suelo Elías, a punto de desvanecerse.

—¡¿Qué me detenga?!… ¿vas a ocuparte del auto? —exclamó iracundo al momento de asestarle una patada en la espalda que hizo que Elías saliera de su postura protectora para llevarse las manos a la misma—, estoy seguro que ni siquiera tienes dinero para pagar la pintura… ¡mugroso adicto de mierda! —Ya había insultado antes evidentemente, pero insultar a quién está golpeando, le brinda una refrescante y reconfortante sensación de poder.

—¡¿Qué haces Fermín?!, ¡Por Dios!, ¡detente! —ordenó su mujer, alterada junto al carro pero aunque su juicio le dictaba interrumpir aquello, por dentro se encontraba igual de fascinada que el resto de la gente. Había visto algo así en el cine alguna vez, por supuesto, pero… era muy diferente vivir de cerca la experiencia.

—¡Alto!, Por favor… no les hagas daño —suplicó Elías desde el suelo totalmente magullado con los ojos cerrados por el dolor.

Las patadas se detuvieron.

—¿Eh? —exclamó entre jadeos Fermín que se limita a observar, con extrañeza, al joven sin encontrar sentido en sus palabras. Respira con mucho trabajo, tiene años que no hacía tanto esfuerzo.

—Vete —dijo con trabajo y haciendo muecas por el dolor que le ocasionaba sentarse de nuevo, después añadió—, no te necesito. Estoy bien —y después echó la cabeza hacía atrás intentando recuperar el aliento.

Fermín y todos los presentes prestaron atención, sin comprender.

—Ya veo lo bien que estás —dijo, con mucha calma y en una voz fría y carente de sentimiento alguno, una mujer en cuclillas frente a él.

Todos se sobresaltaron, incluido Fermín, nadie la vio llegar… es como si, de pronto, simplemente ella está ahí.

—Alto, alto. Espera, por favor —suplicó Elías abriendo los ojos hacia aquel rostro adornado por esa roja cabellera que conoce muy bien— Todavía puedo solucionar esto, vete, por favor —. Ella acercó la mano a su rostro, acarició suavemente la herida y bajó la vista para observar la sangre entre sus dedos, sin dejar de inclinar la cabeza, sólo alzó de nuevo aquellos intensos ojos hacia él. Aunque en esa mirada no se apreciaba ninguna emoción, Elías la conocía lo suficiente para ver algo despertando en ella.—. Elia, por favor, no.

—¿Qué mierda?, ¿eres amiga del maldito vicioso? —increpó Fermín desde atrás todavía temeroso de la repentina aparición pero embriagado en aquella sensación de poder y supremacía— ¿también buscas un poco de adrenalina? —agregó burlón y desafiante.

Elia, desvió los ojos hacía uno lado, sin voltear a ver a Fermín detrás de ella, luego regresó la vista al frente con la comisura de sus labios apenas ligeramente pronunciada en una muestra de enojo y, con toda su atención en Elías, quien temía lo peor, le habló muy calmada a Fermín—. Cuida esa lengua —al momento que la gente alrededor, desvió un segundo la atención, pues, de repente, se manifestó un cambio en todos los guardianes, que comenzaron a rodearse de un intenso destello azul oscuro.

—¿También quieres… —se interrumpió abruptamente Fermín, un destello rojo igual al que vio al momento del accidente, pasó justo frente a él, tan rápido que cerró los ojos por instinto. Después escuchó un grito de horror, sin duda era su mujer pero otras voces exclamaron con sorpresa y ¿temor? desde la acera. Abrió lentamente los ojos para observar a su ángel guardián, frente a él, con los brazos extendidos… pero algo estaba mal, su cerebro se apresura a procesar lo que ve para entenderlo… “¿dónde está la cabeza?” concluyó al momento que su guardián cae sobre las rodillas y luego se desparrama, inerte, en el suelo. Con la mirada abajo, logra observar sus propias manos, cubiertas de sangre, luego dirige la atención a su pecho y descubre más rojo, no siente nada. Alza la vista y recae en Elías viéndolo, desde el suelo, con ojos muy abiertos, impactado y… ¿con salpicaduras de sangre en el rostro?. También ve a Elia, parada frente a él. Se dispone a decirle algo, pero no puede y siente un dolor insoportable, observa caras horrorizadas, en todos lados, viéndolo fijamente y al fin se percata que toda la sangre proviene de su boca.

—Te dije que cuidaras esta mierda —dice Elia, alzando su mano con algo ensangrentado que arroja a los pies de Fermín. Él la observa y su corazón casi explota cuando aquella masa de sangre se detiene, junto al cuerpo inmóvil de su ángel guardián, y la reconoce… su lengua.

Guardianes por doquier intentan tomar a sus humanos y sacarlos de ahí en lo que ya parece una niebla azul que lo cubre todo pero la gente está congelada en su lugar, como en trance.

Elías, que se puso de rodillas, baja la vista a su torso para descubrir un salpicadero de sangre en su ropa. Escucha los alaridos con los que la mujer de Fermín se desgarra la garganta mientras su guardián intenta arrastrarla hasta el coche de nuevo. Siente algo húmedo en el rostro, se lleva la mano a la cara y descubre que está cubierto de sangre al ver su mano totalmente roja tras palparse.

—¡No! —exclama desesperado, mientras sus manos comienzan a temblar y lágrimas brotan de sus ojos—, por favor —suplica, derrotado.

—No —exclama tan suave Elia, arrodillada frente a él, que casi pareciera hablar con ternura pero con los mismos ojos fríos inamovibles clavados en él mientras hace aquel mismo movimiento con la cabeza indicándole que no lo haga—. Recuerda los columpios — agrega en su tono frío habitual secándole lágrimas de la mejilla.

Elías alza temeroso la cabeza hacia la gente paralizada en su lugar, en la banqueta, en la calle, en el parque… luego regresa a Elia—. Déjalos, ellos no hicieron nada. No son culpables.

Ella le sonrió, mostrando un primer atisbo de emoción. Le limpió la cara con su mano y dijo con una sonrisa casi imperceptible y ojos totalmente carentes de vida— eso lo juzgo yo.

—Corran, maldita sea… —se esforzó a hablar, lento y entre cortado, Elías aún aturdido por los golpes y la mente aún más lastimada. Envolvió a Elía con sus brazos y la atrajo contra sí en un abrazo con todas las fuerzas que le quedaban, respiró hondo, cerró los ojos—, largo de aquí… ¡váyanse! —lo más fuerte que pudo, intentando gritar pero fracasando.

—Ese corazón siempre atraerá golpes —dijo en un tono condescendiente, Elia. Le devolvió el abrazo con la misma fuerza y agregó casi en un murmullo al oido—… y nosotros siempre regresamos los golpes —se apartó un poco, deteniéndose para intercambiar una mirada fugaz con él. Élias notó como esos ojos rojos se encendían: dónde hasta sólo un segundo no había más que ausencia de vida… una chispa violácea se intensificaba, irradiando cada vez con más fuerza. Se sintió derrotado. Instantes después, un relámpago escarlata y una violenta ráfaga sacudieron sus pensamientos y, repentinamente, encontró sus brazos vacíos.

Todo sucedió imposiblemente rápido para seguirlo con la vista, pero tras un instante con un sinfín de voces cargadas de terror, golpes secos, crujidos y destellos de azul y rojo en toda dirección; siguió un sepulcral silencio conforme la calle y banqueta se fueron llenando de cuerpos mutilados: carne, hueso y sangre impregnaron el aire de un intenso olor a muerte.

Los ojos de Elías se llenan de tristeza y horror cuando alza la vista hacia la mano, bañada en sangre, que le extiende Elia, su demonio guardián.