En un parque como cualquiera, un infante sube con cuidado por una escalera. Aprendió a usar el tobogan recientemente.

Se desliza, celebra, vuelve a subir. Después de un rato, satisfecho, decide emprender el regreso a casa. Camina de manera tambaleante pero paradojicamente con seguridad. La seguridad de quien aún no conoce el miedo.

Uno de sus pasos termina en una hoja seca la cual hace un sonido nuevo. Se detiene a inspeccionar lo que ha ocurrido. Se encuentra con algo diferente.

Inspecciona el área en busca de más hojas, las revisa cuidadosamente, como si fueran un tesoro muy valioso. Después de la minuciosa inspección, cierra su mano volviendo pedazos la hoja.

Una sonrisa se asoma en su rostro, le sigue una carcajada. Ha descubierto algo nuevo. Busca con ánimo más hojas en el parque. Quiere recogerlas todas, hacerlas crujir. Las avienta, rie.

Mira hacia arriba con un satisfacción, como si hubiera concluido una misión titánica. Alza los brazos, pide ayuda. Sabe que sus fuerzas se han agotado por hoy, las emociones han sido muchas.

Camino a casa duerme, sueña quizás con el parque, con las cosas que descubrió. Sin preocuparse. Todo es nuevo para él y eso está bien.